Las voces narradoras, según se ha confirmado, atraviesan muros, leen los pensamientos, recuerdan al pie de la letra las conversaciones, describen escenarios, muebles, la ruta evanescente de la luz entre las hojas de los árboles. Poseen, además, el don de la recolección.
La voz de cada historia se
adelgaza hasta ser una sombra de dos dimensiones, se pega a las paredes, junto
con lo dicho escucha lo que se queda dentro. Hace volar la narración o la sumerge.
Se disemina lejos, y luego se rehace, guarda el brillo de hoy que ya mañana
pasará inadvertido y los trozos rotos. Puede quedarse un rato en una persona
cualquiera, de edad media y salario inseguro, nacida en un país de la mitad
norte del planeta, alguien, pongamos, con afición por buscar, en el invierno,
el resguardo de ese gajo de sol que entre los huecos de las nubes y edificios
cubre un trozo de acera.
Para llevar a cabo su tarea se
convierte en gato, hogaza de pan, conexión por la que miles de neuronas liberan
su carga eléctrica, piedra que, contra los tanques, anhela ser granada, chip
luminoso en las zapatillas de una cría de siete años, el tiempo que te roza y
no lo ves. Conoce la suciedad de los cristales, quiere barrer ese temblor
quieto, contenido, que anuncia la llegada de la desolación. Se desmanda a
menudo, entonces finge parecerse a una guerrera ninja de las que saben escalar
fachadas verticales, aunque no, claro, porque hayan vencido la ley de la
gravedad: llevan en las manos unas cintas metálicas con agarres que pasan
inadvertidos. Las ninja anticipan las reacciones ajenas porque miran de frente,
a los lados y hacia atrás con atención.