Los ojos, con su cuerpo de
cristal y sus membranas, se mantienen continuamente húmedos, están siempre
cubiertos por una fina película de agua para que no se sequen y para que el
polvo y la suciedad no se les peguen. Esta agua proviene de una especie de bolsita,
parecida a un depósito, que se encuentra debajo de la piel de los rabillos y es
conducida hacia las relativamente grandes superficies que constituyen el ojo
por un estrecho canal, donde es repartida ecuánimemente por el párpado, más o
menos como un trapo sobre una ventana de cristal mojada. O tal vez una imagen
mejor sería como los limpiaparabrisas sobre el parabrisas de un coche, porque
todo ocurre automáticamente, sin que lo tengamos que planificar o considerar.
La cantidad de agua es regulada en el hipotálamo, que dirige los procesos
autónomos del cuerpo, los que tienen que ver con la temperatura corporal, el
ritmo diario, el hambre, la sed y la digestión. Por regla general, la cantidad
de agua en la superficie de los ojos es tan pequeña que ni siquiera forma
gotas, sino que desaparece invisible por unas minúsculas perforaciones debajo
del ojo. No se forman gotas excepto cuando ocurre algo extraordinario o cuando
el ojo se irrita por un roce directo de por ejemplo una rama o una mota de
polvo, o por un roce más indirecto, por ejemplo de ese gas que expande la
cebolla cuando se corta, o cuando uno tose, estornuda o vomita. Entonces el ojo
rebosa agua en un acto reflejo en el que la cantidad sobrante se agrupa en el
rabillo, formando unas -bajo esta perspectiva enormes- gotas que o bajan
corriendo a lo largo de la raíz de la nariz hasta la mejilla o, si la cabeza
está inclinada hacia delante, se sueltan en pequeños ramilletes y caen por el
aire, no muy distintas a las gotas de lluvia. Esas gotas, que se distinguen de
las de lluvia por ser saladas, son lo que llamamos lágrimas.
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