Diarios, Rafael Chirbes, p. 92
Esos perritos de París, tan
urbanos, perritos de exputa, hijos de perritas de puta. A la gente de campo, a
los rústicos, nos excita la fantasía esos perros: lo que los animalitos han
visto, las chocolatinas que han mordido, el champán que han lameteado, las
sábanas sobre las que se han tendido. Incluso imaginamos las ceremonias en las
que han participado, de buena o de mala gana; imaginamos en ellos un
refinamiento canalla, que atrae y repugna al tiempo. Otro trabajo para
Bachelard: Psicoanálisis del perro de puta. Guzmán de Alfarache, proxeneta de
su propia esposa, nos habla de la falderilla que siempre llevaba consigo la
mujer y dice que «es cosa muy esencial y propria en una dama uno destos
perritos y así podrían pasar sin ellos como un médico sin guantes y sortija, un
boticario sin ajedrez, un barbero sin guitarra y un molinero sin rabelico»
(pág. 686). En la cárcel de Carabanchel, los presos los llamaban perros
piloneros: se suponía que las putas, las solteronas y las viudas (y hasta no pocas
casadas) se dejaban lamer por ellos, se los bajaban al pilón y preferían sus
manipulaciones a las del amante o el marido. Sus dueñas los mantienen, los
peinan, los perfuman, los visten: como si fueran sus «maquereaux. Muchas se
envician n los perritos y los prefieren a los hombres», les oía yo decir los
presos de Carabanchel en algunas de las conversaciones arras que mantenían.
Aseguraban que sus lenguas son más suaves, y, sobre todo, revelan mayor
constancia en la tarea, y desde luego más docilidad que la de amantes y
maridos.
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