El gatopardo, Lampedusa, p. 104
Todos estaban tranquilos y
contentos. Todos, salvo Concetta. Era verdad que había abrazado y besado a
Angelica, e incluso no había querido aceptar que la tratara de “Usted» y le
había propuesto el «Tú» de cuando eran niñas, pero bajo el corpiño azul pálido
latía un corazón atenazado; la violenta sangre de los Salina bullía en su
interior y bajo la lisa frente pululaban ideas de envenenamiento. Tancredi
estaba sentado entre ella y Angelica y con la esmerada solicitud de quien se
siente culpable repartía equitativamente miradas, cortesías y bromas entre
ambas compañeras de mesa; pero Concetta percibía, sentía de un modo instintivo,
la corriente de deseo que pasaba de su primo a la intrusa, y la arruguilla que
tenía entre la frente y la nariz adquiría un aire feroz; su deseo de matar
rivalizaba con su deseo de morir. Como mujer que era, se aferraba a los
detalles: percibía la gracia vulgar del meñique derecho de Angelica, que esta
levantaba cada vez que cogía la copa; percibía el lunar rojizo en la piel del
cuello; percibía el intento, a duras penas contenido, de quitarse con la mano
un trocito de comida que había quedado entre aquellos dientes tan blancos;
percibía aún más intensamente cierta falta de sutileza; y a esos detalles, que
al final eran insignificantes porque acababan consumiéndose en la llama de una
irresistible sensualidad, se aferraba llena
de desconfianza y desesperación, como se aferra a un canalón de plomo el
albañil que ha perdido pie; confiaba en que también Tancredi percibiría con
desagrado aquellas pruebas evidentes de la diferencia de educación. Pero, ¡ay!,
Tancredi ya las había percibido, y en vano. Se dejaba arrastrar por el estímulo
físico que aquella hembra bellísima ofrecía a su ardor juvenil, y también por
la excitación contable -por llamarla así- que la muchacha rica provocaba en su
cerebro de hombre ambicioso y pobre.
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