El Gatopardo, Lampedusa, p. 266
También estaban los nietos: Fabrizietto,
el más joven de los Salina, tan hermoso, tan despierto, tan encantador.
Tan insufrible. Con su doble
dosis de sangre Malvica, su gusto instintivo por la vida regalada, su inclinación
hacia una elegancia burguesa. Era inútil que intentara convencerse de lo contrario:
el último Salina era él, el escuálido gigante que en aquel momento agonizaba en
el balcón de un hotel. Porque un linaje noble solo existe mientras perduran las
tradiciones, mientras se mantienen vivos los recuerdos; y él era el único que
tenía recuerdos originales, distintos de los que se conservaban en otras
familias. Fabrizietto solo tendría recuerdos triviales, iguales a los de sus
compañeros de instituto, recuerdos de meriendas económicas, burlas zahirientes
a los profesores, caballos comprados más por el precio que por las cualidades;
y el orgullo de llamarse Salina se transformaría en mera ostentación, amargada
siempre por la sospecha de que otros pudieran ostentar más aún. Todos andarían a
la caza de una buena dote, pero para entonces solo sería una routine
establecida, no la hazaña predatoria que había realizado Tancredi. Los tapices
de Donnafugata, los almendrales de Ragattisi, e incluso quizá la fuente de Anfitrite
perderían su encanto y sus matices para correr la grotesca suerte de metamorfosearse en terrinas de foie-gras
pronto digeridas, y en mujercillas de Bata-clan aún más efímeras que sus
afeites. En cuanto a él, solo se lo recordaría como el abuelo viejo y
cascarrabias que cierta tarde de julio la había palmado justo a tiempo para
arruinarle al chaval sus vacaciones en el balneario de Livorno. Había dicho que
los Salina siempre seguirían siendo los Salina. Pero se había equivocado. Él
era el último. Al fin y al cabo ese Garibaldi, ese barbudo Vulcano, había logrado salirse con la
suya.
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