El gatopardo, Lampedusa, p. 57
El príncipe se sintió ofendido:
realmente el muchacho no sabía dónde estaban los límites, pero tampoco tenía
ganas de regañarlo; por lo demás, no se equivocaba. “Pero ¿por qué estás
vestido así? ¿Qué pasa? ¿Un baile de máscaras por la mañana?» El muchacho se
puso serio: su rostro triangular adquirió una inesperada expresión viril. “Me marcho,
tiazo, me marcho dentro de media hora. He venido a despedirme.» El pobre Salina
sintió que se le encogía el corazón. “¿Un duelo?” “Un gran duelo, tío. Con
Franceschiello Dios lo guarde. Me voy a las montañas, a Corleone; no se lo
digas a nadie, sobre todo ni una palabra a Paolo. Se preparan grandes cosas, tiazo,
y no quiero quedarme en casa, donde, por lo demás, me cogerían en seguida, si
me quedase.» El príncipe tuvo una de sus visiones repentinas: una sangrienta
escena de guerrillas, escopetazos en los bosques, y su Tancredi en el suelo,
con las tripas fuera como aquel pobre soldado. “¡Estás loco, hijo mío! ¡Ir a meterte
con esa gente! Son todos mafiosos y estafadores. Un Falconeri tiene que estar
con nosotros, por el rey.» Los ojos volvieron
a sonreír. «Por el rey, sí, pero ¿qué rey?” El muchacho tuvo uno de esos
accesos de seriedad que lo volvían enigmático y a la vez entrañable. «Si
nosotros no participamos también, esos tipos son capaces de encajamos la
república. Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie. ¿Me
explico?» Un poco emocionado abrazó a su tío. «Hasta pronto. Volveré con la
tricolor.” La retórica de los amigos también había teñido en parte a su sobrino:
Sin embargo, no: el tono nasal revelaba un entusiasmo aparente. ¡Qué muchacho!
Era capaz de hacer cualquier tontería sin dejar de criticarla. ¡Y su hijo
Paolo, que en aquel momento estaría
vigilando la digestión del perro Guiscardo! Su verdadero hijo era este.
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