El Gatopardo, Lampedusa, p. 271
De pronto en el grupo se abrió
paso una joven dama: esbelta, con un vestido de viaje marrón de amplia
tournure, y un sombrerito de paja cuyo velo moteado no alcanzaba a ocultar la gracia
irresistible del rostro. Su manecita protegida por un guante de gamuza se
insinuaba entre los codos de los que lloraban; pedía disculpas y se iba
acercando poco a poco. Era ella, la criatura que siempre había deseado; venía a
llevárselo; era extraño que siendo tan joven hubiera decidido entregarse a él;
el tren debía de estar por partir. Cuando su rostro estuvo frente al suyo, levantó
el velo y así, pudorosa, pero dispuesta a ser poseída, le pareció más bella aún
que todas las veces que la había entrevisto en los espacios estelares.
El fragor del mar cesó por
completo.
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