LA PREHISTORIA
EL mar que se extiende ante mí
mientras escribo más que destellar, resplandece bajo el suave sol de mayo. Con
el cambio de marea, se recuesta calladamente contra la tierra, casi sin huella
de ondas ni de espuma. Próximo al horizonte es de un púrpura suntuoso, marcado
por líneas regulares de verde esmeralda. En el horizonte es índigo. Cerca de la
playa, donde la visión se da enmarcada por amontonamientos de desiguales rocas
amarillas, hay una franja de verde más pálido, helado y puro, menos radiante y
sin embargo opaco, no transparente. Estamos en el norte, y la luz brillante del
sol no puede penetrar en el mar. Allí donde el agua golpea suavemente sobre las
rocas sigue siendo una superficie de color, como una piel. El cielo sin nubes
es muy pálido en el horizonte índigo, que le pone un leve trazo de plata. Su
azul se intensifica y vibra hacia el cenit. Pero el cielo parece frío, hasta el
sol parece frío.
Había escrito lo que antecede,
destinado a ser el párrafo inicial de mis memorias, cuando sucedió algo tan
extraordinario y tan horrible que no puedo decidirme a describirlo ni siquiera
ahora, transcurrido un intervalo, a pesar de que se me ha ocurrido una
explicación, posible aunque no del todo tranquilizadora. Quizá me sentiré más
sosegado y con la cabeza más despejada después de un nuevo intervalo.
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