DE LOS ÁSPEROS Y GRANDES LANCES DE
LA MONTAÑA
Por la tierra de secano hacia la
montaña, canta la pájara antigua. Sobre las tapias de pizarra, junto a la
blanca carretera, grazna, mece su cola. Al carretero le roba el pan y le
despinta el carro. Grita a los cereales
cuando les llega el madurar. Con su voz, seca los campos para la siega. Las
otras aves se van, pero las urracas se quedan siempre, antiguas pájaras de la
meseta. Ellas delatan crímenes nefastos y piden venganza para las violadas.
Reconocen a los hombres y saben mucho de geografía. Saben cuanto pasa en los
pueblos y los caminos. Dicen los nombres de los muertos y los recuerdan sin
pena. Unas a otras se narran las historias de los muertos. Camino del
camposanto los ven pasar y se quedan sobre una piedra, narrándose cuanto
vieron. Viven los hombres y envejecen; las urracas hablan y miran. Las urracas
sin pena no creen en la esperanza; ellas narran tan sólo, y repiten los nombres
de los muertos. Los muertos van a lo largo del camino de la montaña. Van, como
nublados sin lluvia, a trasponer las oscuras cimas. En la voz de las pájaras
sus nombres quedan.
La montaña es silenciosa y
resonante. Como el vientre de la loba es su vientre, arisco y maternal. Esconde
sus manantiales en los bosques, corno la loba sus tetas entre pelo. La montaña
está tendida mansamente, amamantando a la llanura. Sólo a veces se levanta dura
y esquiva y rasga los labios de los campos.
Por encima de los bosques viene
el talud pelado, con sus pedrizas y sus reventones, donde nace la arena de los
ríos. La montaña se rasga el pecho y echa aludes de piedras angulosas. La
montaña tiene arenales en los ríos de la llanura y sus ojos dormitan entre la
arena de los remansos.
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