Comenzó a nevar en St. Botolphs a
las cuatro y cuarto del día de Nochebuena. El viejo Sr. Jowett, el jefe de
estación, salió al andén con su faro en la mano y lo sostuvo en alto. Los copos
de nieve brillaban como limaduras de hierro en el rayo de luz, aunque en
realidad allí no había nada. La nevada le alegró, le reanimó y le sacó –con toda
el alma, al parecer- de su caparazón de preocupaciones y trastornos digestivos.
El tren de la tarde llevaba ya una hora de retraso, y la nieve (cuya blancura
parece formar parte de nuestros sueños, puesto que la llevamos con nosotros a todas
partes) caía con tan generosa velocidad, con tal rapidez, que parecía que el
pueblo se hubiese separado de su contexto en el planeta y estuviese impulsando
sus tejados y sus torres hacia lo alto. Los restos de una cometa colgaban de
los cables del teléfono, como un recordatorio de la versatilidad del año.
-Oh, ¿quién metió el guardapolvo
en la sopa de pescado de la Sra. Murphy? -cantó el Sr. Jowett en voz alta, aun
sabiendo que era inadecuado para la época del año, el día y la dignidad de un
empleado de estación, el guardián de los verdaderos y antiguos límites de la
ciudad, de su Puerta de Hércules.
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