Había llegado a ser un artista
citador gracias precisamente a que de muy joven no lograba avanzar como lector
más allá de la primera línea de los libros que me disponía a leer. La causa de
tanto tropiezo estaba en que las primeras frases de las novelas o ensayos que
trataba de abordar se abrían para mí a demasiadas interpretaciones distintas,
lo que me impedía, dada la exuberante abundancia de sentidos, seguir leyendo.
Aquellos atascos, que por suerte empecé a perder de vista hacia los dieciocho
años, fueron seguramente la base de mi posterior afición a acumular citas,
cuantas más mejor, una necesidad absoluta de absorber, de reunir todas las
frases del mundo, un ansia incontenible de devorar cuanto se pusiera a mi
alcance, de apoderarme de todo lo que,
en momentos de bonanza lectora, viera yo que podía ser mío.
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