El Gatopardo, Lampedusa, p. 202
No sé por qué vía se habían
enterado de que tengo una casa en la Marina, frente al mar, desde cuya azotea
puede contemplarse el círculo de montes que rodea la ciudad; me pidieron
autorización para visitar la casa y desde allí ver el panorama por el que,
según se decía, merodeaban los garibaldinos, ya que ellos desde los barcos no podían
observar bien sus movimientos. Vinieron a casa y yo mismo los acompañé al
techo; pese a sus rojizas patillas, eran unos jovencitos ingenuos. Se quedaron
extasiados ante el panorama, ante la violencia de la luz; sin embargo,
confesaron que estaban espantados de toda la miseria, ruina y mugre que habían
visto por el camino. No les expliqué, como acabo de hacerlo en su ca.so, que un
fenómeno derivaba del otro. Luego uno de ellos me preguntó qué habían venido a
hacer realmente en Sicilia aquellos voluntarios italianos. "They are coming to teach us good manners -le
respondí-, but won't succeed, because we are gods” "Han venido a
enseñarnos buenos modales; pero fracasarán, porque somos dioses." Creo
que no entendieron; se echaron a reír y luego se marcharon. Lo mismo le digo ahora
a usted, querido Chevalley: los sicilianos jamás querrán mejorar por la
sencilla razón de que se creen perfectos; en ellos la vanidad es más fuerte que
la miseria; toda intromisión de extraños, ya sea por el origen o -si se trata de
sicilianos- por la libertad de las ideas, es un ataque contra el sueño de
perfección en que se hallan sumidos, una amenaza contra la calma satisfecha con
que aguardan la nada; aunque una docena
de pueblos de diversa índole hayan venido a pisotearlos, están convencidos de
tener un pasado imperial que les garantiza el derecho a un entierro fastuoso.
¿De verdad cree usted, Chevalley, que es el primero que pretende encauzar a
Sicilia en la corriente de la historia universal? ¡Quién sabe cuántos imanes mahometanos,
cuántos caballeros del rey Rogelio, cuántos escribas de los suevos, cuántos
barones de Anjou, cuántos legistas del Católico concibieron también esa hermosa
locura! ¡Y cuántos virreyes españoles, cuántos funcionarios reformadores del
reino de Carlos III! ¿Quién recuerda ahora sus nombres? Pero su insistencia fue en vano: Sicilia prefirió
seguir durmiendo; ¿por qué hubiese tenido que escucharlos, si es rica, sabia,
honesta, si todos la admiran y la envidian, si, para decirlo en una palabra, es
perfecta?
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