Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

LA VIDA


El Gatopardo, Lampedusa, p. 268
No volvieron a sacar la butaca al balcón. Fabrizietto y Tancredi se sentaron junto a él y cada uno le cogió una mano; el muchacho lo miraba fijamente con la natural curiosidad de quien asiste a su primera agonía; solo eso; el que se estaba muriendo no era un hombre, sino un abuelo, cosas bastante distintas. Tancredi cogía con fuerza la mano y hablaba, hablaba mucho, hablaba entusiasmado: exponía proyectos a los que lo asociaba, comentaba la situación política; era diputado, le habían prometido la legación de Lisboa, conocía multitud de anécdotas secretas y sabrosas. La voz nasal, el vocabulario ingenioso dibujaban un superfluo friso sobre el torrente cada vez más atronador de la vida que lo abandonaba. El príncipe agradecía la charla, e intentaba, sin mayor resultado, apretarle también él la mano. La agradecía, pero no la escuchaba. Estaba haciendo el balance de pérdidas y ganancias de su vida, trataba de extraer de la inmensa montaña de cenizas del pasivo las diminutas briznas de oro de los momentos felices. Eran estos: las dos semanas previas a su casamiento, las seis siguientes; media hora cuando nació Paolo y se sintió orgulloso por haber añadido una ramita al árbol de la Casa de los Salina (ahora sabía que el orgullo había sido injustificado, pero no por ello la emoción había dejado de ser auténtica); ciertas conversaciones con Giovanni antes de que este se marchase, ciertos monólogos, a decir verdad, durante los cuales le había parecido percibir una afinidad espiritual entre ellos; muchas horas en el observatorio, entregadas a la abstracción de los cálculos y a la persecución de lo inalcanzable; pero ¿realmente podía incluir esas horas en el activo de su vida? ¿No eran acaso una dádiva anticipada de la bienaventuranza de la muerte? Pero lo importante era que hubiesen existido.

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