El Gatopardo, Lampedusa, p. 268
No volvieron a sacar la butaca al
balcón. Fabrizietto y Tancredi se sentaron junto a él y cada uno le cogió una
mano; el muchacho lo miraba fijamente con la natural curiosidad de quien asiste
a su primera agonía; solo eso; el que se estaba muriendo no era un hombre, sino
un abuelo, cosas bastante distintas. Tancredi cogía con fuerza la mano y
hablaba, hablaba mucho, hablaba entusiasmado: exponía proyectos a los que lo
asociaba, comentaba la situación política; era diputado, le habían prometido la
legación de Lisboa, conocía multitud de anécdotas secretas y sabrosas. La voz
nasal, el vocabulario ingenioso dibujaban un superfluo friso sobre el torrente
cada vez más atronador de la vida que lo abandonaba. El príncipe agradecía la
charla, e intentaba, sin mayor resultado, apretarle también él la mano. La
agradecía, pero no la escuchaba. Estaba haciendo el balance de pérdidas y ganancias
de su vida, trataba de extraer de la inmensa montaña de cenizas del pasivo las
diminutas briznas de oro de los momentos felices. Eran estos: las dos semanas
previas a su casamiento, las seis siguientes; media hora cuando nació Paolo y
se sintió orgulloso por haber añadido una ramita al árbol de la Casa de los Salina
(ahora sabía que el orgullo había sido injustificado, pero no por ello la
emoción había dejado de ser auténtica); ciertas conversaciones con Giovanni
antes de que este se marchase, ciertos monólogos, a decir verdad, durante los
cuales le había parecido percibir una afinidad espiritual entre ellos; muchas horas
en el observatorio, entregadas a la abstracción de los cálculos y a la
persecución de lo inalcanzable; pero ¿realmente podía incluir esas horas en el
activo de su vida? ¿No eran acaso una dádiva anticipada de la bienaventuranza
de la muerte? Pero lo importante era que hubiesen existido.
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