Esta bruma insensata, Vila-Matas, p. 174
Me despedí de Vergés deseándole
un gran viaje y, cerrando la puerta de su Ford Ka como quien cierra con
suavidad los nueve círculos del infierno, me fui directo hacia el interfono de
tía Victoria. Llamé. Subí hasta la cuarta planta de aquel edificio que
colindaba con el hotel Astoria. Aún no había ni dejado la maleta en mi
dormitorio y ya había oído, por parte de mi tía, una interpretación de lo que
estaba pasando en la ciudad. A su entender, me dijo, lo proclamado la noche
anterior en el Parlamento catalán había sido una declaración de independencia
de naturaleza ambigua: era y al mismo tiempo no era una declaración. Eso
explicaba que, a aquellas alturas del crepúsculo, aún no pudiera saberse qué
había triunfado y qué no, y ni siquiera si había triunfado algo. En cualquier
caso, dijo tía Victoria queriendo con esto resumirlo todo, el cielo de la
ciudad hablaba por sí solo, porque no podía estar más infestado de
helicópteros. Era el ruido del fin del mundo, añadió. Un ruido infernal, dije
yo, sospechando por momentos que había salido de un laberinto para entrar en
otro, porque era como si estuviéramos en Apocalypse Now, la adaptación al cine
de El corazón de las tinieblas, de Conrad.
Barcelona, la gran ciudad
neurasténica, admiración de tantos forasteros, situada en un lugar muy privilegiado
del Mediterráneo, parecía haberse deslizado por un innecesario sendero de aldea
vietnamita. Pero, llegando como llegaba yo de la carretera del infierno, la
ciudad no acababa de parecerme tan horrible. A tía Victoria, sí. Minutos antes
había encendido el televisor, me dijo, y le había desconcertado el discurso de
Carles Puigdemont, porque éste había hablado no desde su despacho de Barcelona,
sino desde su ciudad natal, Giro na, y había seguido reivindicándose como
presidente de la Generalitat de Cataluña, pese a estar desde Madrid ya
formalmente cesado junto a todo su gobierno.
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