Me gustaría relatar cómo entró L.
en mi vida, en qué circunstancias, me gustaría describir con precisión el
contexto que permitió a L. penetrar en mi esfera privada y, con paciencia,
adueñarse de ella. No es tan sencillo. Y en el momento en que escribo esa
frase, cómo entró L. en mi vida, calibro lo que tiene de pomposo esa expresión,
un tanto trillada, cómo recalca una dramaturgia que no existe aún, esa voluntad
de anunciar el viraje o la repercusión. Pero sí, L. entró en mi vida y la
desquició profunda, lenta, firme, insidiosamente. L. entró en mi vida como en
un escenario de teatro, en mitad de la representación, como si un director de
escena se hubiera encargado de que todo se difuminase en derredor para abrirle
paso, como si la entrada de L. se hubiera dispuesto para resaltar su
importancia, para que en ese momento preciso el espectador y los demás
personajes presentes en escena (en este caso, yo) sólo repararan en esa irrupción,
para que todo a nuestro alrededor se inmovilizara y su voz llegase hasta el
fondo de la sala; en resumidas cuentas, para que produjese su pequeño efecto.
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