Diarios, Rafael Chirbes, p. 64
En el amor, hay que ver qué prisa se da uno por cargarse de recuerdos comunes: libros, discos, lugares, mots de famille: como si no fuera precisamente roda esa ganga la que te hace pagar un elevado precio a la hora de la ruptura. Una vez que la historia de amor se acaba, esos objetos, sonidos, lugares o caras que viste u oíste con la otra persona, lo que oliste y palpaste, te persiguen por todas partes, te asedian y te impiden levantar cabeza. Te acercas a la librería, vas a extraer un libro del estante, y ahí está el que a la otra persona le gustaba. Abres la puerta de la nevera y las fresas o el filete de ternera, lo que sea que ves allí dentro te pone en contacto con ella, con un gesto suyo, con una frase que dijo: te la traen, la ponen delante de ti, se interfiere entre tú y el resto del mundo. Y no hay que olvidarse del doloroso peso de los olores -el recuerdo de los olores- en cualquier separación, y en la construcción de otra historia sentimental. El cuerpo que ahora abrazas no huele como el de la otra persona, nadie huele igual que nadie. Y esa visión que te excitaba tanto y cuyo disfrute parecía el inicio de tu curación, de repente se te vuelve desagradable, repulsiva, casi siniestra, porque al abrazarla te ha llegado el olor, que en nada se parece al que esperabas, el de ese otro cuerpo que acaba de abandonarte y buscas.
Si la reflexión parece una
actividad de obligado cumplimiento en cualquier asunto de la vida, en el
fracaso amoroso resulta inútil y hasta peligrosa: no pensar es una forma de
curarse. Conseguir una hora sin que te asalte la imagen del otro, sin darle
vueltas a cuanto viviste con él, supone todo un éxito.
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