Desde dentro, Martin Amis, p. 298
Los Nabokov fueron refugiados, y
en tres ocasiones. Siendo adolescentes huyeron, cada uno por su cuenta, de la
Revolución de Octubre; por el camino, en Ucrania, Véra Slonim sobrevivió a un pogromo en el que la chusma perpetró
decenas de miles de asesinatos. Eso fue en 1919. Huyeron de los bolcheviques,
jinetes del terror y la hambruna, y a través de Crimea, Grecia e Inglaterra,
buscaron refugio en Berlín. Después en
Francia, hasta que los alemanes les siguieron los pasos; a continuación, el
viaje de once horas hasta Nueva York en
1940, adelantándose unas pocas semanas a la Wehrmacht (que torpedeó y hundió su
barco, el Champlain, en su siguiente travesía al oeste). Al padre de VN (que se
llamaba como él, Vladimir N abokov), el estadista liberal, lo asesinó un
fascista del Movimiento Blanco en Berlín (1922); en la misma ciudad detuvieron a
su hermano Serguéi en 1943 (acusado de homosexualidad), lo volvieron a detener
al año siguiente (por sedición) y murió en un campo de concentración próximo a
Hamburgo en enero de 1945. Esa era su Europa y a ella regresaron, a lo grande y
para siempre, en 1959.
Pues sí, y también llegué a
conocer a Véra. Pasé casi un día con ella, en 1983, en el corazón apacible de
Europa, el Palace Hotel de Montreux, Suiza (donde vivían desde 1961),.reunión
que solo interrumpimos para comer con su hijo, el altísimo Dmitri, con quien sí
volvería a encontrarme. Véra era una belleza de piel dorada, cautivadora y
jovial; ante algún tema delicado podía reaccionar de súbito de forma virulenta,
pero ello jamás me desconcertó, porque siempre estaba ahí el eventual destello
de humor en sus ojos. Vladimir murió en 1977, a los setenta y ocho años. Véra,
en 1991, a los ochenta y nueve. Y Dmitri, en 2012, a los setenta y siete. Del
discurso de Dmitri en el funeral de su madre en 1991:
Hace dos años, en la víspera de
una arriesgada operación de cadera, mi
madre, siempre tan valiente y atenta, me pidió que le llevase su vestido azul
favorito, porque quizá tuviera que recibir a alguien. Yo tuve la inquietante
sensación de que quería ese vestido por una razón muy distinta. Sobrevivió a
aquel trance. Ahora, para su último encuentro terrenal, luce ese mismo vestido.
Mi madre expresó el deseo de que sus cenizas se unieran a las de mi padre en la
urna del cementerio de Clarens. Ha
querido un curioso y nabokoviano capricho del destino que tuviera dificultades
para localizar esa urna. Mi primer impulso fue llamar a mi madre para
preguntarle qué hacía. Pero ya no tenía madre a quien llamar.
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