Diarios, Rafael Chirbes, p. 90
Abajo, en la escalera principal, la Victoria de Samotracia aparece
asediada por los fotógrafos, una actriz a la salida de una premíere durante el
Festival de Cannes. Hay niños por todas partes, colegiales que toquetean cuanto
se les pone a mano, como si hubieran ido con su madre de compras a La Samaritaíne.
Peor, allí les llamaría la atención algún empleado. Dónde queda la severa
educación republicana de Francia, que moldeaba unos niños temerosos, domados
por los ritos, por las prohibiciones: se les prohibía parlotear y reírse en la
mesa, hablar cuando lo hacían los adultos. Tenían que quitarse la gorra para
saludar, ceder el paso a los mayores, masticar despacio, lavarse una y otra vez
manos y dientes; había que respetar rigurosamente la puntualidad. Llegar tarde a
la escuela o a la mesa constituían faltas gravísimas. Todo ese riguroso cuadro
disciplinario que, en apariencia, moldeaba niños temerosos, dóciles, iba
alimentando en ellos un nife duro, irrompible, que los capacitaba para acabar siendo
implacables patronos, obreros infatigables, colonos tozudos, militares
despiadados, modélicos ciudadanos para quienes la intimidad, la psicología
individual, era algo que había que proteger más que cuidar: eran la sólida
columna vertebral de la orgullosa Francia.
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