En busca de aquel tiempo
«Sólo me siento feliz al entrar
en uno de esos hoteles de provincias cuyas habitaciones conservan un olor a
cerrado que el aire libre viene a limpiar pero que no elimina; donde por la
noche, cuando uno abre la puerta de la habitación, tiene la sensación de violar
toda la vida que allí ha quedado esparcida, de cogerla intrépidamente por la
mano, y, con la puerta ya cerrada, seguir adelante, hasta la mesa o hasta la
ventana, y sentarse con ella, en una especie de libre promiscuidad, sobre el
canapé construido por el experto de la localidad, en lo que él creía el estilo de
París, de tocar por todas partes la desnudez de esta vida sin intención de
turbarme por su propia familiaridad, haciéndose dueño de esta habitación llena
hasta los bordes de las almas de otros y que guarda, hasta en la forma de los
morrillos de la chimenea y el estampado de las cortinas, la huella de sus
sueños, andando con los pies desnudos sobre su alfombra desconocida; entonces,
cuando uno va tembloroso a echar el cerrojo, tiene la sensación de encerrar
junto a él esta vida secreta, de empujarla dentro de la cama y de acostarse
finalmente con ella entre las grandes sábanas blancas que cubren hasta más arriba
de la cabeza, mientras, muy cerca, las campanadas de la iglesia difunden por
toda la ciudad las horas de insomnio de los moribundos y los amantes.»
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