Según recuerdo, comencé a escribir con una cierta seriedad, quiero decir, sabiendo lo que me hacía, cuando cumplí los doce años de edad. Lo sé porque ese año concluí mi primera novela y pasé a cuarto de bachillerato, en donde dábamos latín, mi asignatura favorita aunque yo era de ciencias. Uno de mis personajes hablaba como Tácito, en frases cortas y contundentes, sin saber yo entonces que «tácito», el adjetivo, venía de ahí.
Quienes empezamos tan temprano se
dice que lo hacemos para amurallarnos, aunque sea imaginariamente, en un mundo
más ordenado que el que habitamos de verdad. Algo de eso hubo, pero sería más
exacto decir que traté de habitar un mundo más desordenado y sin embargo más
grato. En mi infancia, no es difícil de adivinar, dominaba el frío. Mucho frío.
Un frío de orfanato.
Desde entonces raro es el día en
que no tecleo dos o tres horas como quien improvisa preludios, dejándome llevar
por esa segunda voz que todos los escritores compulsivos llevamos dentro y que
no coincide ni mucho menos con la nuestra, quiero decir, con la que oyen aquellos
que viven en nuestra cercanía.
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