El hombre de la bata roja, Julian Barnes, p. 137
Si Montesquiou se sentía
perseguido y- traicionado por las versiones literarias que se hicieron de él,
un retrato pictórico tuvo que haber sido algo más sencillo. Por lo general, un
retrato es más fiel y halagador para el modelo ( que muchas veces, al fin y al
cabo, es el que paga); el tema del cuadro es él y no se mezcla ni se apretuja
con otras personas reales e imaginarias. Y en ocasiones ayuda el hecho de que el
modelo y el artista sean ya amigos. Así fue cuando Whistler pintó el Arreglo en
negro y oro (1891-1892). La intimidad estética del pintor y Montesquiou
contribuyó a producir una maravillosa imagen del conde que posa ante el
espectador con una actitud altanera y desafiante, el brazo derecho adelantado
con el que empuña el bastón y el izquierdo que sostiene su capa. Y Montesquiou
sabía que Whistler sabía que era una imagen maravillosa. Había observado al
pintor trabajando, observado cómo daba la impresión de extraer la imagen desde
dentro del lienzo en vez de plasmarla en la superficie desde fuera.
Después, cuando Whistler vio que
la figura que había creado coincidía con la del hombre vivo que tenía delante, gritó,
según Montesquiou, «lo más bello de todo lo que ha dicho nunca la boca de un
pintor.». Fue lo siguiente: “Vuelve a mirarme un momento y estarás mirándote
para siempre.» Fue un momento de intenso autobombo, por supuesto, pero también
una garantía para un compañero esteta: el arte perdurará y mientras dure mi
Arreglo en negro y oro, ni tú ni yo moriremos. Al conde le complació tanto su
retrato que, colocado a su lado, disertaba sobre sus virtudes ante pequeños
grupos de aspirantes a estetas, que solían ser más mujeres que hombres.
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