"El cine mexicano es rencor con palomitas", decía Luis Jorge Rojo.
En sus exaltadas clases
mencionaba la tesis de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal, el perjuicio
que se ejerce como un trámite y convierte la mediocridad y el conformismo en
las peores formas del daño.
Rojo era el mejor crítico de cine
en un país donde el momento culminante de un oficio implicaba renunciar a él.
Aún publicaba reseñas, la mayoría de corte negativo, obsesionado en demostrar
que el objeto de su pasión ya no valla la pena. Estudiar con él era una forma
de la paradoja: Rojo hablaba con tal fervor de la imposibilidad de hacer gran
cine que daban ganas de realizarlo.
Sólo una vez Diego González vio
alterado a su maestro: la tarde en que la Cineteca ardió en llamas. A partir de
entonces hablaron de lo que se pierde con el fuego, pero nunca mencionaron una
escena peculiar que vieron ese día. Abandonaban el lugar de los hechos cuando se
toparon con un grupo de bomberos que había desplegado objetos en la banqueta,
cosas recuperadas entre las llamas. Salvo el capitán, que llevaba un casco
dorado, los apagafuegos eran de la edad de Diego, jóvenes de veintitantos años
con las mejillas enrojecidas y marcas de tizne en las manos, los dedos sucios
por los objetos que habían tocado después de quitarse los guantes.
Sobre la acera, Diego vio cosas
dispersas: un pequeño trofeo de asas orejonas, una máquina de escribir Lettera
22, cuatro o cinco cuadernos, un silbato, un yo-yo de madera, un chaleco que
tal vez había
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