El ritmo perdido, Santiago Auserón, p. 43
Dejé por fin el trabajo de
delineante y me fui a París en el tren Puerta del Sol, en litera de segunda,
con la cabeza llena de inquietudes agitadas por el traqueteo. El tren paraba en
Irún para hacer el cambio de ancho de vía. Ya en Hendaya, subían desde la
oscuridad las voces roncas y guturales de los ferroviarios galos, mientras yo
imaginaba parajes de romántico exilio. En la ciudad de París me fijé con agrado
en las diferencias más sencillas: en los pestillos de las ventanas, en la
textura espesa de las cortinas granates, en el gris de los enchufes o en el
aspecto serio de los teléfonos. Pero me chocaba la gravedad dramática con que
cierta gente -los que tenían pinta de aspirar a título de artistas o
intelectuales, que eran muchos- portaba su identidad en el metro y por la
calle, como pasos de Semana Santa, con una especie de circunspección altiva,
lindando con el espectáculo. Mi propio carácter me parecía en comparación poco
hecho, peligrosamente entusiasta, sin temor a rayar en la frontera del
ridículo, decididamente al otro lado si bebía un poco más de lo justo, sátiro
desconcertado y torpe entre una muchedumbre experta en manejar las apariencias.
Propenso a una amargura negra compatible con el verso de Verlaine: «Mi duelo es
sin razón», lo cual me permitía ya sentirme un poco parisino. En cualquier
momento, sin embargo, el tono seco de un transeúnte o de una dependienta volvía
a ponerme en mi sitio. Tenía que elegir entre varias identidades posibles,
algunas de las cuales era mejor no defender en público. No me sentía
responsable de todas ellas, pero mi deseo era conducir a trancas y barrancas mi
recua de mulas a través del paso de montaña, hasta dar con cierta senda de
lucidez difícil de alcanzar: «Es preciso que lleguemos a la frontera / antes
del anochecer ... », cantaba Robert Wyatt en castellano tomado de un manual de
bolsillo de Assimil. París no estaba esperando a un estudiante subpirenaico con
la libido recalentada por la represión, emigrado de una guerra civil prolongada
en el enfrentamiento consigo mismo, para replantearse sus maneras de capital
cultural del mundo. En el vagón de metro, en la panadería, en la ventanilla
universitaria, las miradas duraban estrictamente lo justo para hacer manifiesto
el desdén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario