A última hora de una tarde de enero, hace unos años, cuando estaba a punto de iniciarse el semestre universitario de primavera durante el cual yo iba a dirigir un seminario sobre la Odisea, mi padre, investigador científico retirado, que a la sazón tenía ochenta y un años, me preguntó, por motivos que entonces creí comprender, si podía él asistir al curso; y le dije que sí. Y, en consecuencia, una vez a la semana, durante las dieciséis semanas siguientes, recorrió el trayecto entre la casa de las afueras de Long Island donde yo me crie, una modesta vivienda de dos niveles en la que él seguía viviendo con mi madre, hasta el campus ribereño del pequeño instituto universitario en que doy mis clases, que se llama Bard. Todos los viernes por la mañana, a las diez y diez, mi padre se sentaba junto a los alumnos matriculados en el curso, chicos de diecisiete o dieciocho años que no tenían ni la cuarta parte de su edad, y participaba en el análisis de este antiguo poema, una epopeya que trata de largos viajes y largos matrimonios, y también de lo que significa estar lejos de casa.
Era pleno invierno al empezar el
semestre, y mi padre -cuando no estaba intentando convencerme de que el protagonista
del poema, Odiseo, no era un auténtico héroe (porque, decía él, «es un
embustero y ha engañado a su mujer»)- vivía muy preocupado con la meteorología
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