Ovejas negras, Félix de Azúa, p. 51
En cuanto cruzas la frontera,
comienza el calvario. Ya en Céret, villa de siete mil habitantes próxima a
Perpignan, ves el primer cartelito: «Céret, ville d'art moderne. » ¿No pueden
anunciar otra cosa? En la Guide Bleue dice que allí «l'on danse la fameuse
sardane» y que hay corridas de toros. ¿No podrían ofrecer sardana y toros, o
ensaladas de atún? No: el ayuntamiento de Céret sabe que lo que realmente da
dinero es la cultura. La cultura es como el cerdo, no tiene desperdicio.
Querías ver el Pont du Gard
porque admiras al arquitecto Agripa, que era cuñado del emperador Augusto cuando
los cuñados todavía podían hacer algo de provecho, hace dos mil años. No
obstante, es muy difícil que lo veas. Tienes que aparcar ( 4 €) en una inmensa
playa a sol de plomo con otros dos mil automóviles y luego recorrer cientos de
metros flanqueados por galerías comerciales, cafés latinos, museos romanos,
espectáculos de Asterix, hasta llegar a la imponente mole de cincuenta metros
de altura y tres pisos de arcadas, absolutamente tomada por turistas culturales
como tú. Imposible emocionarse ante la
grandeza de los ingenieros romanos que levantaron este prodigio en cinco años,
cuando hoy (y usando hormigón armado) tardarías diez. Familias devorando
carnernbert, niños escupiéndose pipas de sandía, ciclistas agresivos, montañas
de mochilas, la madre de todas las mochilas. Y tú, lamentable con tu Suetonio
sudado.
Esquivas entonces lo monumental y
decides perderte en el agujero negro de Francia, en Fontaine-de-Vaucluse, apartado
de todo circuito oficial y en donde nace el manantial más misterioso de la
geografía francesa. Los espeleólogos han bajado ya a trescientos metros de
profundidad en esta gruta verde esmeralda de donde brota un océano de agua
helada, y aún es un enigma. Por desgracia, aquí estuvo Petrarca con su péñola y
su inspiración, de modo que hay media docena de restaurantes llamados «Las
Rimas gastronómicas» o «Laura Bonita» o «El cancionero de la pizza», un museo ecológico
del agua, un molino de papel con visita pedagógica, y así sucesivamente. Miles
de turistas culturales que jamás han leído a Petrarca comen bocadillos de
salchichón «italiano» y compran muñequitos que figuran a Petrarca haciendo el
sesenta y nueve con Laura.
No hay lugar en Francia que no se
haya infectado de cultura. No hay pueblecito o aldea que no dedique su calle a
René Char, o anuncie la casa donde Cocteau pasó un fin de semana acompañado por
su peluquero, que no se ufane de su museo y su mediateca.
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