UN ESPEJISMO
Nunca conseguí aprender árabe.
Descifré el alfabeto, memoricé los números y los días de la semana, los saludos
y las despedidas, aprendí un puñado de adjetivos en parejas de significados
opuestos: grande pequeño, alto bajo, rápido lento; canté los colores y algunos
animales –pocos- al ritmo de una melodía infantil, nombré las partes del cuerpo
señalándolas delante del espejo, llené de pósits los muebles de casa, los
pósits se fueron cayendo.
En aquellos primeros días de
aprendizaje del árabe disfrutaba hasta de los atascos que me permitían repasar
los números y el alfabeto en la matrícula de los coches. Aprender árabe era un
espejismo al que se podía llegar andando. A este ritmo, pensaba, pronto estaré
contándole anécdotas a mis amigos del parque a quienes ahora solo sonrío, pronto leeré los titulares
del periódico Al Wasat en una de las teterías del zoco donde se reúnen
-sentados en altos bancos de madera, sobre la mesa el vaso de té y la cajetilla
de tabaco- los teatrales comerciantes de esmeraldas. En plena euforia yo no
imaginaba que aquellas primeras palabras acabarían siendo también las últimas. En
los días más inspirados memorizaba frases enteras de una utilidad dudosa.
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