Pío Baroja, Eduardo Mendoza, p. 103
Ante la ruina de lo que había
sido su mundo, viejo, enfermo y arruinado, trató si no de congraciarse con los vencedores
de la guerra civil, al menos de no indisponerse con ellos y de ganarse el
sustento sin claudicar de sus principios. En el bando franquista fue acogido
con recelo, pero acabó imponiéndose el criterio de quienes veían en Baroja un
colaborador tibio y poco fiable, pero sumamente útil de cara a la opinión
pública europea, entre la que gozaba de cierta fama como escritor y hombre de
pensamiento libre. A cambio de esta colaboración, le garantizaron su seguridad
física y la de su familia y unos medios de subsistencia modestos, pero nada
desdeñables en tiempos de hambre y guerra.
Obligado a escribir artículos que
justificaran la rebelión militar y las formas políticas que propugnaba el nuevo
régimen, hizo equilibrios para redactar frases ambiguas que admitieran más de
una lectura. Pero los tiempos no estaban para guiños al lector ni para juegos
de palabras. Le presionaron para que se comprometiera de un modo más explícito
y no quiso o no supo hacerlo.
Entonces renunció a todo y
regresó primero a Vera y más tarde, acabada la guerra, a Madrid para pasar allí
el resto de sus días, apartado de cualquier actividad pública, salvo de los
homenajes que regularmente se le hacían. Lo mejor de la inteligencia española
había muerto o estaba en el exilio y había que recurrir a viejas glorias en
estado de desguace para tener la sensación de que no todo había sido destrozado
a cañonazos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario