CLAUDIO
Mi departamento está sobre la
calle Ochenta y siete en el Upper West Side de la ciudad de Nueva York. Se
trata de un pasillo de piedra muy semejante a un calabozo. No tengo plantas.
Todo lo vivo me provoca un horror inexplicable, igual al que algunos sienten
frente a un nido de arañas. Lo vivo me amenaza, hay que cuidarlo o se muere. En
pocas palabras, roba atención y tiempo y yo no estoy para regalarle eso a
nadie. Aunque algunas veces logre disfrutarla, esta ciudad, cuando uno lo
permite, puede llegar a ser enloquecedora. Para defenderme del caos, he
establecido en mi vida cotidiana una serie muy estricta de hábitos y
restricciones. Entre ellos, la absoluta privacidad de mi guarida. Desde que me
mudé, ningunos pies excepto los míos han cruzado la puerta del departamento. La
sola idea de que alguien más camine por este suelo puede desquiciarme. No siempre me siento orgulloso de mi manera de
ser. Hay días en que anhelo una familia, una mujer silenciosa y discreta, un
niño mudo, de preferencia. La semana en que me instalé, hablé con los vecinos
del edificio -la mayoría inmigrantes- para dejar claras las reglas.
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