Siempre me siento atraído por los
lugares en donde he vivido, por las casas y los barrios. Por ejemplo, hay un
edificio de roja piedra arenisca en la zona de las Setenta Este donde, durante
los primeros años de la guerra, tuve mi primer apartamento neoyorquino. Era una
única habitación atestada de muebles de trastero, un sofá y unas obesas butacas
tapizadas de ese especial y rasposo terciopelo rojo que solemos asociar a los
trenes en un día caluroso. Tenía las paredes estucadas, de un color parecido al
esputo de tabaco mascado. Por todas partes, incluso en el baño, había grabados
de ruinas romanas que el tiempo había salpicado de pardas manchas. La única ventana
daba a la escalera de incendios. A pesar de estos inconvenientes, me embargaba
una tremenda alegría cada vez que notaba en el bolsillo la llave de este apartamento;
por muy sombrío que fuese, era, de todos modos, mi casa, mía y de nadie más, y
la primera, y tenía allí mis libros, y botes llenos de lápices por afilar: todo
cuanto necesitaba, o eso me parecía, para convertirme en el escritor que quería
ser.
Jamás se me ocurrió, en aquellos
tiempos, escribir sobre Holly Golightly, y probablemente tampoco se me hubiese
ocurrido ahora de no haber sido por la conversación que tuve con Joe Bell, que reavivó
de nuevo todos los recuerdos que guardaba de ella.
Holly Golightly era una de las
inquilinas del viejo edificio de piedra arenisca; ocupaba el apartamento que
estaba debajo del mío. Por lo que se refiere a Joe Bell, tenía un bar en la esquina de Lexington Avenue; todavía lo tiene.
Holly y yo bajábamos allí seis o siete veces al día, aunque no para tomar una
copa, o no siempre, sino para llamar por teléfono: durante la guerra era muy
difícil conseguir que te lo instalaran.
1 comentario:
intimista interno de lo que escribes un blog interesante que se me ha cruzado en el camino
Hay sol afuera y mi piel quiere tomarlo
saludos desde el otro lado de la vida
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