Con más de cincuenta años, seguía
echándome de menos a mí mismo, y empecé a escribir en un cuaderno de doscientas
cuarenta páginas tamaño cuartilla, de pie, en un barril del bar de Lucía, con un
whisky y frente a la piedra de La Maliciosa coronada de nieve. Tardé meses en
llenarlo y cuatro años en llegar hasta el final, desde el que ahora escribo.
Las novelas -como la vida- se leen desde el primer capítulo hasta al último,
pero se escriben siempre desde el final -también como la vida, que solo
adquiere sentido una vez vivida-. Intenté apartarlo de mí, escribí otras cosas (las
novelas Señales de humo y Para morir iguales), pero el cuaderno de tapas negras
seguía esperándome sobre la mesa con sus ciento veinte páginas escritas a lápiz
por una sola cara; y otras tantas en blanco, al dorso.
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