Su señoría, cuando me pida que se
lo cuente a los miembros del jurado en mis propios términos, diré lo siguiente:
me tienen encerrado como a un animal exótico, último superviviente de una
especie que consideraban extinta. Deberían dejar pasar a las masas para que me
viesen: el devorador de la muchacha, esbelto y peligroso, andando de aquí para
allá en mi jaula, mientras mis
terribles ojos verdes parpadean más allá de los barrotes; tendrían que darles
algo con que soñar cuando por las noches están bien abrigados metidos en sus
camas. Cuando me detuvieron, se arañaron con tal de echarme un vistazo. Estoy
convencido de que habrían pagado por ese privilegio. Gritaron insultos,
esgrimieron sus puños amenazadores y mostraron los dientes. Fue irreal,
aterrador pero cómico verlos allí, apiñados en la acera como extras cinematográficos,
jóvenes con gabardinas de tres al cuarto, mujeres con la bolsa de la compra y
uno o dos personajes silentes y canosos que permanecían inmóviles, voraces, atentos
a mí, pálidos de envidia. En aquel momento un guardia me cubrió la cabeza con
una manta y me empujó al interior del coche patrulla. Reí. Había algo
irresistiblemente gracioso en la forma en que la realidad, trivial como de
costumbre, satisfacía mis peores fantasías.
A propósito de aquella manta, ¿la
trajeron aposta o siempre llevan una en el maletero? Ahora estas cuestiones me
preocupan, les doy vueltas y más vueltas. Debí de dar una imagen interesante,
apenas entrevista, instalado en el asiento trasero cual una momia mientras el
coche se deslizaba a todo gas por las calles húmedas bañadas de sol, dándose aires
de importancia.
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