Gastos, disgustos y tiempo perido, Sánchez Ferlosio, o. 274
La creciente respuesta a tal
demanda por parte de la prensa contagia a los políticos y a los partidos, que
descubren la alta y fácil rentabilidad política del personalismo en connivencia
y por analogía con la no menos alta rentabilidad económica que éste supone para
el periodismo. La tragedia, por no decir tragicomedia, de la libertad de prensa
y expresión viene del hecho de que la empresa periodística privada se vea
mediatizada por la necesidad de someterse a la ley del mercado y acomodar, en
mayor o menor grado, su oferta a la demanda dominante en una sociedad cada vez
más privatizada y más desentendida de los negocios públicos, rasgos sociales
que se derivan a su vez, como en un círculo vicioso, de esa misma economía de
mercado que condiciona la oferta de la prensa, convirtiendo en escarnio la tan
cacareada libertad de expresión. Los periódicos se ven, de esta manera,
condenados a seguir el triste lema del precocísimo inventor de la industria
cultural, Lope de Vega: “Porque si bien las paga el vulgo es justo el hablarle
en necio para darle gusto”. ¿Propongo, pues, una prensa subvencionada y dirigida a un económicamente inviable
aristocratismo periodístico? La más cómoda e innoble forma de deshacerse de una
crítica es descalificarla mediante la objeción de que no ofrece soluciones de
recambio. Rechazo esa objeción, y me limito a poner de manifiesto el miserable callejón sin salida en
que se hallan la libertad de expresión y el periodismo en una economía de mercado, y lo
ilusorias que, en semejante panorama, pueden llegar a ser las ínfulas del
periodista que no vacile en la convicción de la nobleza de su función social de
informador y de creador de opinión pública. Pero, entiéndanme bien, recomendar
la duda no es lo mismo que aconsejar la capitulación.
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