Durante largo tiempo me mantuve
alejado de la Acrópolis. Su sombría masa me intimidaba. Prefería vagar por la ciudad
moderna, ruidosa e imperfecta. El peso y la importancia de aquellas piedras
labradas sugerían que su contemplación no habría de ser fácil. Demasiadas cosas
convergen sobre ellas. Encierran todo aquello que hemos podido rescatar de la
locura. Belleza, dignidad, orden, proporción ... una visita semejante conlleva
ciertas obligaciones. Por otra parte, estaba la cuestión de su propio renombre.
Me veía a mí mismo subiendo a través de las tortuosas calles de Plaka, dejando
atrás las discotecas, las tiendas de bolsos, las hileras de butacas de bambú.
Lentamente, surgiendo de la cima de cada cuesta en oleadas de sonido y color,
los turistas paseaban en zapatillas a rayas, abanicándose con tarjetas
postales, los helenófilos, ascendiendo trabajosamente, enormemente infelices,
formando con su mezcolanza una fila ininterrumpida que conducía al monumental pórtico.
Qué ambigüedad hallamos en las
cosas que exaltamos. Un poco, las despreciamos.
Una y otra vez, aplazaba mi
visita. Las ruinas se elevaban sobre el rumor del tráfico como quién sabe qué
monumento a una esperanza condenada.
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