Middlesex, Jeffrey Eugenides, p. 168
Al morir, las almas de los
ortodoxos no vuelan derechas al cielo. Prefieren quedarse en la tierra y
molestar a los vivos. Durante los cuarenta días siguientes, siempre que mi
abuela no sabía dónde había puesto su libro de sueños o su sarta de cuentas, echaba
la culpa al espíritu de Zizmo. Rondaba por la casa, apagando la lamparilla de
noche y robando el jabón del baño. Cuando el periodo de luto tocó a su fin,
Desdémona y Surmelina hicieron kolyvo.
Era como una tarta nupcial, compuesta de tres pisos cegadoramente blancos. El
superior estaba rodeado de una valla, en la que crecían abetos hechos de
gelatina verde. Había un estanque de gelatina azul, y el nombre de Zizmo estaba
deletreado con peladillas plateadas. Al cuadragésimo día del funeral se celebró
otra ceremonia en la iglesia, después de la cual todo el mundo regresó a la
calle Hurlbut. Se congregaron en torno al kolyvo, espolvoreado con el finísimo
azúcar de la otra vida y mezclado con las semillas inmortales de la granada. En
cuanto terminaron de comerse el pastel, todos lo notaron: el alma de Jimmy
Zizmo dejó la tierra y entró en el cielo, donde ya no podría molestarlos más.
En el punto álgido de la celebración, Surmelina provocó un escándalo al volver
de su habitación llevando un vestido de vivo color naranja.
-Pero ¿qué haces? -musitó
Desdémona-. Una viuda va de luto toda la vida.
-Cuarenta días son suficientes
-contestó Lina, que siguió comiendo.
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