Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

LA CARGA DE LA PRUEBA

Gastos, disgustos y tiempo perdido, Sánchez Ferlosio, p. 286
1. (Demostrar que no) El principio de que la carga de la prueba -onus probandi—recaiga sobre la acusación no es sólo una norma jurídico-procesal positivamente convenida por la tradicional prudencia del derecho, que ha preferido siempre el riesgo de dejar impune a un culpable antes que el de castigar a un inocente. No es una simple convención derivada del principio In dubio pro reo o de la hoy tan manoseada “presunción de inocencia”, sino que tiene un fundamento racional ya extramuros del derecho, en la lógica común o, por usar una expresión muy  discutible, en “la lógica de las cosas”. Ese fundamento racional no es otro que el de la radical asimetría que, al menos en el campo de los hechos, media entre demostrar que sí y demostrar que no. Sólo a primera vista las “coartadas” de la novela policíaca consisten en demostrar que no: nadie demuestra directamente que no estaba en el lugar del crimen, digamos Londres, sino que sí estaba en otro lugar, digamos Brighton, de donde la policía, basándose en el principio de la falta de ubicuidad espaciotemporal del cuerpo humano, concluye que no podía estar en  Londres. Toda coartada es por tanto un demostrar que sí que por alguna incompatibilidad se convalida indirectamente como un demostrar que no.

Y ya que estamos en Londres, en la sesión de la Cámara de los Comunes del 18 de enero de 1812 salió un ejemplo ferozmente ilustrativo de lo que sería dar por buena la exigencia de demostrar que no: el parlamentario Richard Brinsley Sheridan, denunciando, a propósito de un crimen, la gratuidad con que las sospechas se habían vuelto hacia los irlandeses, refiere cómo los interpelaban de este modo: “¿Eres papista? Si niegas que eres papista, demuestra que no sabes persignarte” (tomado de E D. James y T. A. Critchley, La octava víctima, versión castellana en Ediciones B,Barcelona, 1993). Esta exígencia -que aquí, huelga decirlo, no era más que un provocador sarcasmo de matones- ilustra ejemplarmente la radical asimetría entre demostrar que sí y demostrar que no: sólo el que sabe persignarse puede demostrarlo. Es de esta misma imposibilidad de demostrar que uno no sabe persignarse de donde --antes y desde fuera de la convención jurídica que positivamente lo-establece- viene el principio de que el onus probandi recaiga sobre la parte acusadora. Pero he aquí que la propia imposibilidad de demostrar que no, que constituye el fundamento racional de tal norma jurídica, produce al mismo tiempo y por ese mismo fundamento una total falta de autoridad del inculpado en sus  protestas de inocencia.

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