El desprestigio popular del
espacio era completamente normal. Cuando las informaciones televisivas pretendían
demostrar documentalmente que unos hombres habían arribado a la luna, la obligatoria
obediencia al testimonio gráfico –más autoritario que una imposición dogmática-
forzaba, por una parte, a los espectadores al acatamiento, mientras, por otra,
el contenido mismo de ese testimonio les infundía el oscuro sentimiento de que,
contra lo pretendido, nadie de este mundo había alcanzado de verdad la luna.
Era un sentimiento que respondía, por lo demás, a una verdad de Pero Grullo: la
luna es inhumana, y los hombres pueden alcanzarla tan sólo en la misma medida
en la que se mantengan apartados de
ella. En efecto, el descomunal conjunto de las prótesis absolutamente indispensables
-botas lastradas, trajes especialísimos, bombonas de oxígeno, escafandras, etc.-,
neutralizando el medio lunar y trasladando o reproduciendo el terrestre, les
permitían entrar en contacto con la luna justamente merced a su capacidad para
mantenerlos apartados de ella. Si te pones un guante de goma y luego metes la
mano en sosa cáustica, no puedes decir que has tocado sosa cáustica -no otra es
la verdad de Pedro Grullo a que me refería.
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