Los nombres, Don De Lillo, p. 143
Había ocasiones en que pensaba
que Atenas era una negación de Grecia, un enmascaramiento literal de esta
reminiscencia de sangre, de rostros que observan desde paisajes rocosos. A
medida que crecía, la ciudad iría consumiendo la amarga historia que la rodeaba
hasta que no quedara nada sino calles grisáceas y edificios de seis pisos con
ropa tendida a secar en las azoteas. Luego, advertí que la propia ciudad era
una invención de personas procedentes de lugares perdidos, personas reasentadas
por la fuerza, huyendo de la guerra, de las masacres, las unas de las otras,
hambrientas, necesitadas de trabajo. Iban exiliados a su hogar, a Atenas, que
se extendía hacia el mar e iba cubriendo las colinas más bajas en dirección a
la llanura ática, buscando su dirección. Una rosa de los vientos del recuerdo.
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