Los nombres Don De Lillo, p. 97
Las noches de verano pertenecen a
los viandantes. Todo el mundo sale y se apelotona contra un escenario de
cemento. Reconcebimos la ciudad corno una colección de espacios unitarios que
la gente ocupa en un orden de sucesión establecido. Los bancos de los parques,
las mesas de los cafés, los asientos de balancín de las norias de los parques
de atracciones. El placer no es diversión, sino una urgente forma de
existencia, un orden social que percibimos como temporal. La gente acude a ver
películas proyectadas en solares desocupados y come en tabernas improvisadas según
la topografía del terreno. Por las aceras, las azoteas y los patios, por las
avenidas escalonadas y los callejones se esparcen sillas y mesas, y la música
de los altavoces rasga la suavidad de la noche. Los automóviles, los jeeps, las
motos y las motocicletas están en la calle, y uno escucha discusiones, radios,
bocinas. Bocinas que campanillean, que pitan, que chillan, que organizan una
fanfarria, bocinas que tocan melodías populares, jóvenes a la caza de romances
veraniegos. Bocinas, neumáticos, tubos de escape en mal estado. Sentirnos que
todo ese ruido es algo premonitorio. Nos anuncian que están en camino, que
están cerca, que están aquí.
Tan sólo los parroquianos de los
cafés permanecen ocultos, allí donde hay buena luz y pueden jugar al pinacle y
al backgammon y leer periódicos de enormes titulares: su propia forma de ruido.
Siempre están ahí, detrás de los ventanales, escépticos ante la cadencia de la
vida. Y en invierno, seguirán ahí, en su sitio, arropados bajo sus sombreros y
sus abrigos en las noches más frías, repartiendo naipes a través de la densa
humareda.
No hay lugar en el que la gente
no se encuentre absorta en conversación. Sentados bajo los árboles, bajo los
toldos a rayas de las plazas, se inclinan sobre su comida y su bebida y dejan
oír sus voces, oscuramente enmarañadas entre lamentos orientales que fluyen de
las radios de los sótanos y las cocinas. La conversación es la vida; el
lenguaje, el ser más profundo. Vernos cómo se repiten sus modelos, cómo los
gestos arrastran las palabras. Percibimos la imagen y el sonido de seres
humanos que se comunican. Se trata del habla corno definición de sí misma. El
habla. Las voces que surgen de los portales y las ventanas abiertas, las voces
de los balcones de estuco, el chófer que separa ambas manos del volante para
gesticular mientras conversa. Toda conversación es una narración compartida,
algo que se ve impulsado hacia delante, algo tan denso que no deja lugar para
lo tácito, para lo estéril. El habla es incondicional, y sus participantes se
sumergen en ella por completo.
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