Ya no veía a sus pretendientes como
el dúo cómico de un espectáculo de vodevil –le avergonzaba haber pensado en
ellos así al principio- sino como las figuras mecánicas del reloj de un
campanario medieval, que aparecen a trompicones cada cual a su momento, con un
aspecto fijo muy vívido, siempre nuevos y siempre iguales. O así es como los
habría imaginado, de no ser porque, en esta ocasión, Caspar Goodwood se había
salido del raíl y la había tomado entre sus brazos con un fogonazo que recorrió
todo su ser y que nunca había sentido antes. La había besado, pero después de
todo, ¿qué era un beso? La habían besado antes, ¿no? Cuando sus labios se
encontraron, los de él sobre los de ella y los de ella cediendo a los suyos,
fue como si se produjese algún proceso de fusión química, una unión de las
esencias, las suyas con las de él y las de él con las suyas, después de la cual
seguramente ya no volvería a ser la misma, separada y solitaria, única y sola.
Aunque ¿qué significaba, esta fusión misteriosa? Caspar Goodwood, con toda la
fuerza de su ser perceptible, los había unido a ambos en su abrazo, había
combinado sus otredades respectivas en una, y no obstante ella se sentía tan
aislada como siempre, en mitad de una llanura oscura y desierta. No sabía decir
qué le había hecho más daño: el sutil anatema que su esposo dictó en Roma
contra ella cuando le informó de que se disponía a desafiado y a ir con su
primo moribundo, o la posibilidad de una radiante restitución que el beso de
Caspar Goodwood había abierto ante ella, una posibilidad que ella sabía que
nunca se cumpliría, pero que tampoco podría negarse jamás. Después de que la
hubiera golpeado el rayo de su amor ¿podría volver a ser lo que había sido
antes?
-¿Y qué le dijiste a él, al señor
Goodwood? –preguntó Henrietta.
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