Zombies y neandertales, Marta Sanz (Granta 7)
Cuando la resistencia mutó en
resiliencia, los músculos quedaron reducidos a fibra laxa. Dejaron de estar
recorridos por el nervio. Llegó la risa floja y el emoji de la mierda. La
resistencia se tradujo como palabra vintage: algo rupestre y ligado a la
cerrazón mental. Como si resistirse
fuera no dejarse poner la salvadora inyección -el nene aprieta el culito-, o
tener el ojo malo y practicar una negatividad tan común en todos los que no
quieren abrirse en la consulta del psicólogo. Los que dicen “no estoy triste,
estoy cabreado”. Los que se revuelven “bueno sí, estoy triste y cabreado”. La
resistencia se asimiló a reacción, a reaccionarismo, a desánimo y a enfermedad.
La resistencia es la resistencia a una felicidad que se asimila con la
fascinación por el consumo. Ser feliz es desear y que el deseo se cumpla. El
deseo siempre ha de ser específico. No valen los genéricos y las farmacéuticas
lo saben: quiero un sujetador de La Perla, un móvil Huawei, un gin-tonic de
Bombay Saphire ... Resistirse al discurso dominante, no estar nervioso., no
quemar la tarjeta de crédito, no ser un adicto es estar deprimido. Y, sin embargo,
hay psiquiatras -Rendueles, Mariano Hernández Monsalveque mantienen que sus
pacientes no necesitan terapia. Que necesitan un comité de empresa. Una
cartilla de la seguridad social. Los cupones para comprar arroz. Horas de
sueño.
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