La señora Osmond, John Banville
Pansy llegó de la casa con la
prontitud de una actriz cuando le dan la entrada. Llevaba un sencillo vestido
negro con una tira de encaje blanco en el cuello. Faltaban pocas semanas para
su mayoría de edad y se movía con un aura de abstraída melancolía, como si
fuese a añorar siempre el cobijo y la seguridad de una infancia que al acabar esa
temporada habría concluido oficialmente. Su vestido, de líneas tan severas y
tan a todas luces discordante con la luz vespertina que la rodeaba, no le
quedaba bien y colgaba un poco torcido sobre su esbelta figura. Aunque nada de
lo que llevaba Pansy, reflexionó la condesa, parecía de su talla, consecuencia,
o eso suponía su tía, de que, cuando era todavía adolescente y su padre no
había adquirido aún la fortuna que le brindaría su segundo matrimonio, las
pocas cosas que podía permitirse requirieron periódicos arreglos en las costuras
y los dobladillos para adaptarlas a las sucesivas etapas del crecimiento de la
niña. Se plantó ante su padre y su tía con su acostumbrada actitud de
aquiescencia plácida y un tanto vacua, empujando distraída en semicírculo con
el talón una zapatilla negra en la gravilla que había bajo sus pies. La
condesa, al observarla, no pudo, como de costumbre, ver en ella nada de su
madre, excepto, tal vez, cierta calculadora frialdad en su expresión, cuidadosamente
velada, que quizá podría haber heredado de madame Merle, en cuya mirada esa
serena gelidez nunca asomaba tanto como cuando sonreía. Tampoco, si vamos a
eso, es que se pareciese mucho al padre; era, por así decirlo un capricho de la
naturaleza, un ser que se sostenía a sí mismo, independiente del tronco del que
había brotado.
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