Había sido un día de inquietudes
y sobresaltos, de humo, vapor y polvo. Aún sentía, la señora Osmond, el espantoso
impulso y el ritmo de las ruedas del tren golpeando una y otra vez en su
interior. Era como si todavía estuviese sentada junto a la ventanilla del
vagón, tal y como había pasado unas horas que se le hicieron increíblemente largas,
con la mirada perdida en la plácida campiña inglesa que se alejaba de ella sin
cesar con todo el esplendor de los claros tonos verdes de la tarde de
principios de verano. Sus pensamientos se habían acelerado al compás de la
velocidad del tren, pero, a diferencia de este, sin ningún propósito. De hecho,
jamás había notado de forma tan aguda aquella precipitación mental,
inconsciente e irrefrenable como desde que salió de Gardencourt. La bestia enorme,
humeante y ruidosa que había hecho con brusca impaciencia una pausa en la
pequeña y humilde estación del pueblo y había permitido que ocupara su sitio en
uno de los últimos compartimentos -sus dedos aún conservaban la sensación de la
felpa caliente y el cuero grasiento- aguardaba ahora jadeante después de tan
titánico esfuerzo bajo el alto dosel de cristal ennegrecido por el hollín de la
ajetreada estación terminal y vomitaba sobre el andén su dotación de viajeros
aturdidos y desaliñados y su batiburrillo de equipajes. En fin, se dijo, al
menos había llegado a alguna parte.
Staines, su doncella, apenas se
había apeado del tren cuando se enzarzó en una discusión con un rubicundo mozo
de cuerda. De no haber sido mujer podría haberse dicho que Staines er aun tipo
con un corazón de roble.
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