Imposturas, John Banville, p. 262
De todos los personajes
tradicionales de la comedia italiana, Arlequín es al mismo tiempo el más
individual y el más enigmático. ¿Quién es este ser inexplicable? ¿Su cabeza y
su corazón están hechos de la misma materia que los nuestros? Si se le erigiera
una efigie debería estar hecha de goma, pues sólo una sustancia elástica puede
recibir la impronta de su espíritu sutil y feroz, creado por los dioses en un
momento de incontrolable alborozo y malicia. Se le llama por muchos nombres, y
nadie es capaz de decir cual le corresponde en justicia y en origen; muchas
autoridades mantienen que su nombre fue en primer lugar un apodo. Tiene sin
duda una esencia divina, si es que no se trata del propio Mercurio, dios del crepúsculo
y del viento, patrón de ladrones y alcahuetes. También es Proteo, ora delicado,
ora ofensivo, cómico o melancólico, a veces poseído por una locura desatada. Es
el creador de una nueva forma de poesia, acentuada por gestos, puntuada de
volteretas, enriquecida con reflexiones filosóficas y ruidos incongruentes. Es
el primer poeta de las acrobacias y los sonidos indecorosos. Su media máscara negra
completa la impresión de algo salvaje y demoniaco, y sugiere un gato, un sátiro,
un verdugo. ¡Pensad en cómo le considera la opinión pública e intentad
imaginar, si podéis, cómo él podría ignorar esa opinión o hacerle frente! En
cuanto las autoridades le han asignado su mirada, en cuanto ha tomado posesión
de ella, los demás hombres trasladan sus casas a otro sitio para no tener que ver
la suya. Allí vive solo con su compañera, cuya voz es la única voz que conoce y
sin la cual oiría sólo gruñidos. Llega el día. Recibe una funesta señal. Se
pone en camino, vestido de negro y un ojo enrojecido. Es por la mañana. Llega a
una plaza pública abarrotada de gente apremiante y jadeante. Le presentan a un
envenenador, parricida y blasfemo. Hay un silencio terrible, estremecedor. Coge
al condenado, lo extiende sobre el potro de tortura, a continuación se pone al
cabrestante y lo destroza. La cabeza pende de un extremo, y la boca, abierta
como un horno, emite una palabra sanguinolenta, implora la muerte. Ha
terminado. Da un paso atrás; extiende su mano manchada de sangre; de lejos le
lanzan unas cuantas monedas de oro que se lleva a través de una doble hilera de
hombres que reculan horrorizados. Vuelve a casa, se sienta a la mesa y come,
luego se va a la cama y duerme. Al despertarse por la mañana, no pierna en lo
que hizo el día anterior.
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