Imposturas , Banville, . 92
Desde que era muy pequeña, allá
donde alcanzan sus primeros recuerdos, había sido víctima de alucinaciones; al
menos, eso insistía en decir la gente. Para ella eran algo real, o recuerdos de
algo real que se hadan inmediatos y vívidos. Ésa era la razón de sus
turbaciones, de que se apartara de lo que los demás llamaban realidad.
Simplemente: lo que veía en su cabeza era tan claro y estaba tan claramente
presente, resultaba tan realista, que no podía distinguirlo lo bastante de las
cosas que eran verificables mediante los instrumentos que los demás decían que
debía aplicar, y la verificación era lo que los demás siempre le exigían, de
manera más o menos comprensiva, más o menos exasperada. Por eso le hablaban las
voces, para insistir en sus diferentes versiones de los hechos. Nadie, ni los
que hablaban dentro de ella ni los de fuera, parecía darse cuenta del ensordecedor
estruendo que formaban al parlotear todos juntos. Sobre toda esa cacofonía, ¿cómo podían
oírse sus súplicas? Deseaba ser capaz de probar, aunque sólo fuera una vez, de
manera indiscutible, no lo que ellos querían que supiera, sino lo que ella
sabía. En una película que había visto de niña, había un hombre que en lo que
parecía un sueño luchaba con alguien y lo mataba, y al despertarse tenía en la
mano un botón de verdad que en el sueño había arrancado del abrigo de su
víctima. Algún día ella también seria capaz de volver de una de sus así llamadas
alucinaciones, abrir la palma de la mano y mostrarles, triunfal, una diminuta,
dura y reluciente prueba que ni siquiera ellos podrían rechazar.
La primera vez que supo que lo de
su mente no tenía arreglo fue una tarde invernal de domingo, cuando tenía seis
o siete años. Llevaba enferma desde ya no sabía cuándo, pero como era tan pequeña, todavía no se había
dado cuenta de que no mejoraría, de que sólo iría a peor.
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