Imposturas, Banville, p. 124
El jarrón, a su vez, debía de
encontrarme igualmente repulsivo; o si no, debía de encontrar mi animosidad
insoportable, y decidió que acabara nuestro malestar. He aquí lo que sucedió;
desde luego, algo rarísimo. El día después de la muerte de Magda, yo estaba recostado
en el sofá de la sala, inundado por mi nuevo estado de viudedad, con una bolsa
de hielo sobre la frente, y en el suelo, a mi lado, un botella cuyo contenido
disminuía sin cesar, cuando un sonoro estallido, agudo e incontrovertible como
un disparo, me hizo erguirme asustado, como el hombre-monstruo que se arquea
sobre la mesa cuando la gran chispa azul salta entre las varillas conductoras.
Me puse en pie a duras penas, y con una escora de borracho me tambaleé hacia la
salita para investigar, pensando, en mi estado de aturdimiento, en el Agente
Blanco -¿le recuerdan?- y en esa roma pistola suya, cargada con cinco balas. Me
llevó mucha observación e indagación infructuosa descubrir lo que había
ocurrido. El jarrón se había partido, no en esos fragmentos en que suele
romperse el cristal, sino en dos mitades casi iguales, verticales, con
extraordinaria limpieza, como si lo hubiera partido por la mirad una hoja de
diamante enormemente veloz o un poderoso rayo ultraterreno. Como posiblemente
ya he comentado, no soy supersticioso -o no lo era, puesto que esto fue antes
de que el fantasma de Magda comenzara a rondarme-, y supiese que probablemente se
debía a que el cristal era defectuoso, que tenía alguna grieta tan fina que
resultaba invisible, y que había acabado sucumbiendo a algún cambio
infinitesimal en la temperatura del aire o a un cambio en la presión
atmosférica. Pensé, casi con una punzada de remordimiento, en esa cosa antaño odiada
que permanecía allí, día tras día, soportando mis torvas miradas y las horas en
que Magda le dedicaba su mirada cariñosa, pero quizás no menos agresiva,
inmovilizado y en lucha desesperada con las irresistibles fuerzas del mundo que
actuaban sobre él, esforzándose por mantenerse entero otra hora, otro minuto,
unos segundos más, los últimos, en que permanecería entero, garboso. Pienso,
naturalmente, en Cass Cleave. Pues así era ella también, otro jarrón alto,
tenso, físil, esperando a que lo partieran en dos.
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