La señora Osmond, John Banville, p. 203
La condesa, después de más de
veinte años de decidida aplicación, se había convertido en una especialista en
la alta societa florentina, en particular de su faceta más sórdida. Como un mirlo
atareado, daba sal titos en la maleza social, apartaba a un lado las ramitas
caídas y picoteaba las hojas muertas -no pocas caídas de la higuera- para
escarbar por debajo de ellas en el oscuro mantillo y extraer los sabrosos
bocados que allí se ocultaban. Los cotilleos que encontraba siempre eran muy
apetitosos. Sabía qué matrimonios habían fracasado y cuáles empezaban a ir mal,
qué señora hasta entonces virtuosa había sucumbido a los halagos operísticos de
uno de los muchos donjuanes de la ciudad; sabía qué marido estaba siendo
engañado y cuál se dejaba engañar por conveniencia, qué hija estaba
comprometida y qué hijo se estaba convirtiendo en un disoluto, o lo era ya. Aunque
Osmond fingía desaprobar la cháchara escabrosa Y brillante de su hermana, y
cerraba los ojos, fruncía los labios y en ocasiones llegaba a hacer como si se
tapara los oídos con las manos, la condesa sabía lo mucho que le gustaba enterarse
de las bajezas de la gente de postín: su predilección por intercambiar
calumnias selectas era el único punto en el que coincidían las sensibilidades
de estos dos hermanos tan mal avenidos. Mientras se dedicaban a este pasatiempo,
Osmond echaba atrás la cabeza con las ventanas de la nariz dilatadas, como para
aspirar y saborear un olor almizcleño y prohibido, fruncía las comisuras de los
labios y se acariciaba complacido el cuello por debajo de la barba, con el
dorso de los dedos, riéndose en voz tan baja que apenas se le oía. Y no solo
recibía, sino que también daba, y en abundancia, aunque sacaba cada pepita
mancillada de su reserva de oro con aparente desgana y gran aborrecimiento moral,
moviendo la cabeza y suspirando con fingida tristeza por la maldad de este
mundo. La condesa se maravillaba de que estuviese al corriente de tantos
secretos teniendo en cuenta lo poquísimo que salía.
-Ah, sí, la gente es muy mala
--dijo ahora, reclinándose en el asiento con un suspiro complacido, tenía los
codos apoyados en los reposabrazos de la silla y sus dedos huesudos y atezados
formaban un alto campanario, cuya cúspide rozaba la punta afilada de la barba
cuidadosamente recortada en forma de pala-. Incluso los que parecen más
virtuosos, y a los que se toma por modelo de virtud, están dispuestos a descender
a las más sorprendentes simas de depravación a la menor tentación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario