Imposturas, John Banville, p. 11
Nos trajeron el almuerzo, aunque
no recuerdo haberlo pedido. El camarero sólo me llenó la copa hasta la mitad –ahora
vino tinto, observé-, y yo le lancé un gruñido y le hice llenarla hasta el
borde. Mientras me llevaba la copa a los labios, mi mano tembló de manera
violenta, parkinsonianamente, y el vino se derramó y manchó el mantel. Cass
Cleave intentó limpiarlo con su servilleta, pero yo le aparté la mano de un
golpe y le dije bruscamente que lo dejara. «No hagas tantos aspavientos », le
espeté. «Odio a la gente que hace aspavientos.» Me puse a hablar de Hitler en
Berchtesgaden. Es un pequeño cambio de conversación que hago en la mesa, para
mi propio deleite o por alguna otra razón. Con destreza esbocé una imagen de la
montaña mágica, con su pandilla de gnomos esforzándose por ser los primeros en
el favor del Führer, esos hombrecillos repeinados y sus mujeres rubias, todo
muslo y grandes y cuadradas nalgas cubiertas de satén, y él en medio de todos,
el rey de la montaña, soñador y distante, exquisitamente educado, planeando con
gran calma la destrucción del mundo. Ella mantenía los ojos fijos en el plato.
«¿Te estás preguntando si le admiro? », dije. Ella me miró. «Lo admiraba, un
poco. Lo admiro. Un poco. Mis amigos y yo, de jóvenes, soñábamos con una Europa
libre y limpia.» Le eché otro largo sorbo a mi copa y me eché hacia atrás,
sonriéndole a la cara. «Soy un viejo leopardo», dije, «no puedo disimular las
manchas.»
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