La señora Osmond / John Banville
Osmond era sorprendentemente tolerante
e incluso solícito con el anciano criado: la complejidad y las contradicciones
del temperamento de su hermano eran una constante fuente de confusión para la
condesa. En general pensaba que Osmond era malvado, no a la espléndida manera
de una de esas figuras históricas que le constaba que él admiraba tanto y con
las que le gustaba compararse como un Maquiavelo o un Lorenzo de Médici -estaba
segura de que había ejemplos mejores cuyos nombres no conocía, pues había
vastas lagunas en su conocimiento de la historia de este país tan histórico--,
sino de modo cauto y mezquino, sin aventurarse nunca más allá de los límites de
su poder. Podía atormentar a su mujer, como sin duda había hecho mucho tiempo
detrás de los postigos cerrados, o arreglárselas para frustrar los anhelos y
aspiraciones infantiles de su hija encerrándola bajo una campana de cristal,
como un lecho de espárragos blanqueados, pero con gente como lord Warburton, por
tomar un ejemplo reciente, ponía especial cuidado en exhibir una vena blanda y
meliflua; incluso ese propietario de fábricas textiles de Massachusetts, Caspar
Goodwood, que había cortejado a la cuñada de la condesa en su país cuando era
una cría -y que todo el mundo sabía que no había renunciado a sus esperanzas
amorosas ni aun ahora que, muchos años después, era una mujer casada-, había
sido bien recibido en el Palazzo Rocanera, donde Osmond lo había tratado con
una amabilidad e interés tan convincentes que el pobre hombre no se había dado
cuenta de con qué sutileza se estaba burlando de él. Sí, una de las muchas
habilidades de Osmond consistía en ser capaz de calibrar hasta el último punto
decimal cuán lejos podía permitirse exhibir su inmenso desprecio por el mundo y
lo que consideraba su nutrida dotación de bobos y bárbaros.
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