La señora Osmond, John Banville, p. 259
Hay una verdad universal que a
menudo sorprende mucho a los jóvenes y les produce la impresión de que los han
frenado en seco con violencia, y es que, lo mismo que son ellos ahora, también
lo fueron antes los viejos. Podemos formularla de otro modo diciendo que cada
generación se considera única, y que cada nueva hornada que entra en la edad
adulta cree estar disfrutando, o soportando, vivencias, descubrimientos y
dificultades nuevas, singulares y exclusivas de ellos y de sus coetáneos. El
mundo de los jóvenes es siempre un mundo nuevo y valeroso, poblado de gente
joven y audaz como ellos. Están dispuestos a aceptar la posibilidad de que sus
padres hayan vivido y amado, disfrutado y sufrido, igual que ellos, aunque de un
modo más apático y desvaído, claro, y aunque a estas alturas hayan olvidado la
mayor parte si no todo lo que sabían; los hijos de estos amnésicos los miran y
sonríen o fruncen el ceño, según el grado de cordialidad que haya sobrevivido a
los rigores de veintitantos años de vida íntima familiar, e igual que el
acomodador en el descanso de la obra de teatro, les indican amables la
dirección de la salida. A los viejos, a quienes los jóvenes consideran una
especie prehistórica y totalmente separada, como los uros, pongamos, o las
secuoyas de California, se los considera, en lo que se refiere a la
experiencia, ajenos a los sucesos y tragedias de la vida diaria, mientras que
su vida cuando eran jóvenes, en una época inmemorial y muy lejana, se cree que
sin duda debía ser tan lenta, serena y plácida como parece serlo ahora; después
de pasar de una juventud primordial a una vejez sin fricciones y carente de
molestias y alteraciones, existen como inocentes periclitados, inofensivos, sin
afectos, anticuados y virginales. Por esa razón, Isabel escuchó la vieja
historia de traiciones, pasiones y dolor de su tía con la más profunda de las
sorpresas.
En la foto Shelley Winters
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