De vuelta a casa, acordándome de
antes de salir
Una hoja llena de nombres
propios. Eso es lo que tenía antes de comenzar el viaje que acaba de concluir:
unos cuantos propósitos que dejaban deducir un itinerario que, por supuesto, no
se iba a cumplir, porque un viaje como el que yo iba a emprender entonces y del
que acabo de regresar ahora ha de hacerlo uno sin previsiones que lo coarten,
sin expectativas a las que rendir cuentas y a las que culpar luego de las
desilusiones que nos acompañen al regresar. Lo idóneo era no hacer demasiados
preparativos de viaje: si haces demasiados, en realidad no estás haciendo un
viaje, sino una excursión. Y si no haces los suficientes preparativos, tampoco
se tratará de un viaje, sino de una huida. Entre la huida y la excursión, el
viaje.
Nada más peligroso que hacerse
ilusiones, pues cuando lleguen las decepciones no tendrá uno a quién culpar de
su frustración. El que se hace ilusiones es siempre culpable exclusivo de su propia
decepción, con lo que libra de toda culpa a quien le decepciona, alguien o algo
que seguramente ni siquiera estaba al tanto de que lo estaban evaluando.
Cualquiera que haya padecido un engaño amoroso lleva esa evidencia tatuada en
la tapicería del alma. Es como el timador que resulta timado: no podrá
denunciar a quien le tima pues pondría al descubierto sus intenciones de timarle. Lo grave es que
uno suele timarse a sí mismo por haber antepuesto aquello en lo que necesitaba
creer a aquello que, por instinto o experiencia, ya sabía. No hacerse ilusiones
nos rescata, no solo de las consiguientes decepciones, sino también de la
vergüenza que siempre arrastra el hecho de sentir que hemos sido timados, o
peor todavía, que otra vez, no aprenderemos nunca, nos hemos timado a nosotros
mismos.
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